A veces creo que existe una cierta tendencia a pensar que preparar algo rápido de cena equivale a comer mal, a echar unos congelados en la sartén o a recalentar una pizza en el microhondas. Y no acabo de entender el motivo, porque hoy en día es sumamente fácil hacerse con unas ligeras viandas en cualquier supermercado. Cada vez están más extendidas, por ejemplo, esas ensaladas en bolsas, 100% naturales, sin conservantes, listas para echarlas al plato. Hasta tal punto que vienen ya lavadas y todo. Basta con salpimentarlas al gusto y rociarlas del aceite que creamos conveniente para sentarnos tranquilamente a cenar con nuestra pareja o nuestros hijos. Y si queremos darle un toque más sofisticado o especial, nada mejor que acompañarlas con nuestro vino blanco o rosado de cabecera. Aunque esto me hace recordar una frase que solía decir mi abuela materna: si con la ensalada bebes vino, qué será con el tocino.
Al margen de la proliferación de estas ensaladas, que por cierto salen considerablemente más caras que comprando sus vegetarianos ingredientes en una frutería uno por uno, a lo que pretendía llegar es a la facilidad que tenemos a día de hoy de preparar algo sano, ligero y sencillo sin acudir a la comida precocinada. Y el mejor aderezo del que podemos disponer es la imaginación. Como muestra un botón. Hace unos días, tras darle de cenar a nuestras dos pequeñajas, me preguntaba mi mujer sobre lo que podíamos cenar, dado que andábamos algo escasos de existencias en la nevera, teniendo además en cuenta que nos gusta comer ligero por las noches. De las poquísimas cosas que me gusta presumir es de que en mi casa nunca falta algo comestible para preparar un plato disfrutable. Y no lo digo desde el punto de vista de la abundancia, sino a la simple posibilidad de elaborar algo rico sin alharacas en cualquier momento. Basta echar mano de unas verduras o de unos huevos, quizás de algún pescado congelado, sin olvidar los condimentos para redondear el plato, ya sean unas imaginativas especias o unas socorridas conservas. El caso es que me bastaron unos cuantos tomates, no tan sabrosos como esperaba cuando llegaron a mi nevera, una útil lata de atún en aceite de oliva virgen y una cuña de queso curado para darle algo de sabor a una cena que pintaba sosa antes de tiempo. Tres de esos tomates, para mi nivel, razonablemente bien cortados y dispuestos en una fuente, salpimentados al gusto, el atún bien distribuido sobre los tomates, el queso rallado sin escatimar ni saturar repartido con cuidado y un mojo de aceite de oliva virgen y orégano para abrigar el plato, hicieron más o menos lo que pretendía: disfrutar de una cena a priori anodina y que tornó, cuando menos, en entretenida.
Mi intención con esta entrada, como con todas en general, no es tanto mostrar la receta en sí (que es fácil hasta rozar la trivialidad), como demostrar de alguna forma que se puede elaborar algo digno, sano y tan sencillo como rico.
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